viernes. 29.03.2024

'Y no pasó nada', nuevo relato

"Su mujer siempre le decía: «¡Ay, cuando te falte!, ¡ay cuando te falte!», y faltó y no pasó nada, tan absolutamente nada que pensó que por qué no podría haber faltado antes"
Pareja enfadada

Su mujer siempre le decía: «¡Ay, cuando te falte!, ¡ay cuando te falte!», y faltó y no pasó nada, absolutamente nada, tan absolutamente nada que pensó que por qué no podría haber faltado antes. Y es que ella siempre estaba con la misma cantinela: «Quién hará de comer..., quién te hará de comer…», «quién te cuidará…, quién te cuidará…». Pues ni que lo hubiera preparado todo durante años para cuando ella no estuviera, porque cinco minutos después del entierro fue directamente a una tienda, compró 30 tupperwares, uno por cada día del mes, entró en un mesón, los llenó con treinta medias raciones de otros tantos platos, llegó a casa, los metió en la nevera y se dijo: «Comida solucionada; el día que te falte, el día que te falte…».

Tras sentarse notó aún el perfume que ella solía echarse todas las mañanas y que inundaba todo el piso. Llamó a un centro de desinfección para que no dejara rastro alguno de aquel olor; mientras los operarios limpiaban la vivienda, otros de una empresa de mudanzas se llevaban todos los muebles y objetos, incluso la cama, porque, antes que recordarla, prefería dormir ese día en una banqueta, como así hizo, y fue una de las noches en las que descansó más cómoda y plácidamente.

A la mañana siguiente llamó por teléfono a un centro de multiservicios y contrató a una empleada de hogar, le entregó las llaves del piso, se sirvió una copita de rioja, fumó un cigarrillo, y después se metió en la cama, a la vez que le decía que no lo despertarse en tres días mientras se tapaba con una manta, se acurrucaba y murmuraba: «A tomar viento, María Piliña, a tomar viento». Y ya antes de cerrar los ojos, para no perder tiempo, con su tablet contactó en la sección de anuncios por palabras con una joven cuya misión era estar en casa y, siempre que lo viera, decirle frases como «es usted magnífico» o «increíblemente guapo, elegante, maravilloso…», todo lo que se le ocurriera y siempre con una sonrisa en los labios.

Se levantó al cabo de 72 horas, se sentó en una butaca, encendió el televisor, y cuando estaba viendo una película, sonó el timbre de la puerta. La abrió y dos hombres perfectamente trajeados le dijeron que deseaban hablar con él. Ambos pasaron a su despacho, tomaron asiento y le comunicaron que María del Pilar Sotogrande de la Cámara y Herrero, que así se llamaba su mujer, había contratado hacía unos años un seguro de vida y que en su cuenta bancaria le habían ingresado casi cinco millones de euros y que podía retirarlos cuando quisiera. Los miró extrañado al oír esas palabras, leyó el documento, lo firmó, los despidió e inmediatamente telefoneó a una inmobiliaria con la que pactó la compra de siete apartamentos iguales, todos en el mismo edificio, en distintas plantas seguidas, pero con la condición de que fueran totalmente iguales, y si se cumplía lo que pedía, los pagaría en efectivo.

La persona que lo atendió se sorprendió por la peculiar petición, pero él le repitió e insistió en que tenían que ser siete, los siete iguales y que no admitiría que alguno tuviera ni una ventana de más o de menos, ni techos más altos ni más bajos, ni una habitación más grande o más pequeña. Tenían que ser total, pero totalmente iguales. Le explicó que uno de los apartamentos era para utilizar el lunes; el segundo, el martes; el tercero, el miércoles, y así sucesivamente los siete días de la semana, ya que su idea era que la asistenta fuera limpiando cada uno que iba dejando para trasladarse al siguiente y encontrárselo perfectamente ordenado.

Una vez adquiridos les dio a todos el mismo toque personal; y hasta en cada uno de ellos el ajuar era el mismo e incluso toda su ropa: zapatos, calcetines, pantalones, chaquetas... Para no confundirse a cuál tenía que ir cada día, un experto en informática le había ideado un sistema que, al pulsar una tecla del móvil, le indicaba qué día de la semana era y qué vivienda tenía que utilizar. El artilugio era tan perfecto que no tenía que presionar ningún otro botón; el teléfono, a través de un programa interconectado con el del ascensor, lo llevaba de manera automática a la planta que le correspondía.

Después de cuatro meses viviendo así, ya no se acordaba de los 25 años casado con María Piliña, y tanto la olvidó que a veces tenía que hacer un esfuerzo para saber si solía llamarla María Piliña o María Pilariña; sin embargo, lo que no podía evitar era recordar aquella machacona frase: «¡Ay, cuando te falte!, ¡ay, cuando te falte!».

Así estaba en algunas ocasiones, con aquellos tristes y amargos pensamientos hasta que de repente oía una voz alegre que le decía: «¡Hola, querido!». Era la chica contratada para que siempre que lo viera le piropeara, y que tras varias semanas, con el trato y el roce, había traspasado alguna frontera, una que era de placer y excitación.

La miró, la agarró del brazo, salió de casa y al cerrar la puerta el letrero que tenía colgado en el exterior se balanceó ligeramente. Lo sujetó para que no se cayera y, como siempre hacía, lo centró y lo leyó esbozando una sonrisa: «Dios bendiga esta casa».

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 Del libro Relatos de absurdo contenido (Ellago Ediciones)

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