martes. 19.03.2024

Heridas de guerra

"Voy a utilizar esa metáfora para explicar cómo me siento tras haber vivido en Oriente Medio durante varios años"
Fuente exterior en la Gran Mezquita de Abu Dhabi. (EL CORREO)

Cuando vivía en el Golfo, un amigo mío nos dijo “residir en este lugar es como hacerlo en cinco países a la vez”. Y sí me parece una experiencia muy amplia. Allí todo “era más”. Ahora, sosegada y con la vivencia integrada, veo la que soy y recuerdo quién era cuando partí. Incluso, a nivel físico noto los cambios. La piel de mi rostro, por ejemplo, ha envejecido y lo ha hecho más de cinco años (claro, allí todo “era más”). Ya no tiene el lustre que poseía. Lo acepto como acepto el paso de los años. Pero ha habido un plus de envejecimiento. Son casi cicatrices, heridas de guerra.

Aprendí el concepto de herida de guerra de mi amiga Teresa, hace años. La conocí cuando ella y su marido necesitaban un arquitecto para el proyecto de su casa. Durante el transcurso de las obras nos convertimos en amigas. Ella había sido operada de un cáncer de mama unos diez años antes. Me explicó que sus cicatrices eran heridas de guerra y que suponían una muestra clara de que había superado la situación. Al cabo de un tiempo le detectaron otro tumor. El proceso resultó duro y hubo de convertirse en una amazona para poder luchar. Sumó cicatrices a las anteriores, más heridas de guerra. Acabado el proceso, se sintió dichosa por poder contar con esas heridas. Hoy, unos ocho años después, es una mujer sana y llena de energía. Sigue siendo una luchadora.

Entiendo que esas cicatrices de las que hablaba Teresa eran físicas y sencillas de entender. Pero que las más profundas, que las heridas de guerra mayores son las emocionales. Existen situaciones que te marcan, que te hieren y que te hacen crecer. Entonces una hora, un día o un año “es más”.

Sin pretender comparar las situaciones, voy a quedarme solamente con el concepto. Voy a utilizar esa metáfora para explicar cómo me siento tras haber vivido en Oriente Medio durante varios años. En dos ocasiones las canas invadieron mi cabello: cuando me despidieron de mi primer trabajo y cuando en la otra empresa no me pagaban. Fueron momentos duros. De ahí las nuevas canas.

Allí hice menos deporte que en España. Porque trabajábamos muchas horas, porque me sentía cansada, porque no se podía correr por la calle y el calor era asfixiante. En paralelo, comí muchos shawarmas, hummus, pan árabe, dulces, kunafa, zumos y dátiles. De ahí los kilos de más con los que regresé.

En varias ocasiones me ilusioné con alguien. Ninguna resultó, no cuajaron las historias, no surgió el amor. Sentí que mi corazón se partía más de una vez. De ahí menos lustre en la piel y una mirada más pausada.

Del clima, de la arena eternamente suspendida en el ambiente, del calor del desierto y de la contaminación, menos brillo en el pelo.

Y mi favorita: de las risas, de los momentos compartidos con Chelo. De mis amigos sevillanos, de los egipcios, de la iraní, de mis compañeros de trabajo y de tantos con los que compartí… de ahí las arrugas más marcadas en la zona de los ojos. Por los momentos –que fueron muchos- de humor, de chistes, de complicidad y de jolgorio. De ahí las patas de gallo.

Esas son las heridas más fáciles de ver, más obvias. Y las otras… las otras van por dentro. Cuando regresé me sentía exhausta, pero ahora las he integrado y forman parte de mi vida. Son las marcas que me forjó aquel particular viaje del Héroe del que hablaba Campbell. Ahora me siento satisfecha con este comportamiento más sosegado, con esta tendencia a la cautela, con ciertas habilidades adquiridas y con esa piel del rostro menos lozana. Quizá -supongo- más madura. Esas son mis heridas de aquella guerra. O como la llama mi padre, de mi la travesía del desierto.

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En la imagen superior, fuente exterior en la Gran Mezquita de Abu Dhabi. (EL CORREO)

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