viernes. 19.04.2024

Miradas

"He llegado a pensar que para algunas personas ver a una mujer con el cabello descubierto debe de ser como para nosotros encontrarnos a una señora haciendo topless"
Miradas

Miradas. Miradas intensas, penetrantes, esquivas. Miradas de todos los colores. Curiosas, inquietantes, de reojo. Profundas, inquietas, sesgadas.

En los tres años que he vivido en Qatar nunca he recibido ningún comentario molesto por parte de un desconocido. Si bien somos pocas mujeres aquí y las que no nos cubrimos con hijab constituimos una minoría, nunca he tenido que escuchar un requiebro, ni amable ni desagradable, por parte de nadie. En algunos países de Oriente Medio está incluso, prohibido por ley, importunar a una mujer.

Todavía tengo el recuerdo de aquella tarde que me perdí en el zoco de Marrakech, un enorme laberinto de callejuelas y tenderetes que comienza en la famosa Plaza de Jamaa el Fna. Fue un momento muy desagradable. Vendedores y caminantes me acosaban para que comprara sus baratijas y muchos hombres de tez morena, al verme desubicada y aturdida, en un contexto ajeno para mí, me decían cosas. Creo que era algo así como “compra” y “guapa”. Ni siquiera recuerdo en qué idioma lo hacían. Comencé a caminar sin mirar a los lados y tratando de buscar una salida a lo que parecía un sueño bastante desagradable hasta que me encontré con un compañero del viaje, que me rescató del momento y que me invitó a un delicioso té con menta.

Según me han contado no es extraño que en los países del norte de África las europeas reciban ciertos piropos por parte de algunos autóctonos. Por suerte para nosotras, esto no sucede aquí, en Qatar y, sin embargo, me he sentido en ocasiones incómoda y tensa. Apuesto a que mis compatriotas han vivido aquí la misma sensación en determinados contextos… por las miradas.

Cuando trabajaba en Al Gharrafa me costaba cincuenta minutos volver a casa por las tardes, a la hora en que se terminaba la jornada laboral en las obras y las fábricas y los empleados volvían metidos en autobuses al lugar donde dormían. Parada en los semáforos, si levantaba la vista, podía ver decenas de indios mirándome con curiosidad. Son hombres que vienen a este país a trabajar y sus dos contextos son la obra o la fábrica y la habitación donde duermen. No tienen ocio y no socializan con nadie aparte de los compañeros que están en su misma situación. No ven mujeres durante varios años, más allá de las pocas que paran en los semáforos. Porque somos muy pocas las conductoras aquí.

Ahora siempre compro en Carrefour u otros supermercados occidentales. Hace tiempo que dejé de ir a tiendas pequeñas, locales, aunque me pillaran de paso, aunque fueran más baratas. Aparte de ser la única mujer en todo el local, sentía las miradas curiosas, extrañadas. Supongo que porque mi piel es blanca. Y he llegado a pensar que para algunas personas ver a una mujer con el cabello descubierto debe de ser como para nosotros encontrarnos a una señora haciendo topless. Incluso recuerdo a un niño de unos diez años que se quedó parado, mirándome –en uno de esos supermercados de barrio- como si yo fuera un extraterrestre.

En este contexto de silencios las miradas hablan por sí solas. Las he visto cargadas de desidia. También arrogantes y otras, humilladas. De extrañeza, de sorpresa. Cansadas. Tristes, agotadas.

Algunos árabes tienen una mirada que me resulta seductora. Normalmente la de los europeos es suave y dulce mientras que la de ellos, por lo general, es intensa y profunda. La mirada de muchos árabes, desde esos ojos, que suelen ser oscuros, me parece cautivadora.

De nuevo la parte hostil y la simpática vuelven a estar unidas. Aquí he vivido la dureza de muchas miradas y he admirado la intensidad de otras.

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