martes. 19.03.2024

Tierra de contrastes

"Y aquí comienza -para mí- el espectáculo. Giras la cabeza a la derecha y a la señora solo se le ven los ojos. A su lado, esas dos chicas borrachas que enseñan todo lo mostrable, e incluso, más"

Los años que viví en Oriente Medio solíamos comentar que aquella era una tierra de contrastes. En cuestiones económicas y sociales la disparidad era más que evidente y todos nosotros lo comprobábamos a diario.

Recuerdo cuando me compré aquel viejo Land Rover y se me rompió una pieza. Una tarde me encontraba regateando en un taller local con un mecánico sudado, que no hablaba inglés y al que se le veía poco acostumbrado a tratar con mujeres. Mucho menos, a hacerlo con una que llevara el cabello descubierto. El caso es que después de recorrer varios de estos antros donde arreglaban los coches a precios moderados y regateaban con las manos manchadas de grasa, el coche salió delicado y los amigos que hice en los talleres de barrio no consiguieron reparar la pieza. Al día siguiente me encontraba yo en los talleres de Al Fardan. Por supuesto, en la zona de oficinas, suntuosamente decorada, donde yo esperaba mi turno cómodamente mientras el me ofrecía un té. Más tarde, un chófer me conducía hasta casa porque el coche se quedaría en el taller un par de días. Seguro que lo trataron bien, muchas estrellas debía de tener aquello o, al menos, así lo pagué luego. Y sin opción a negociar el precio, claro.

En temas sociales el contraste resulta, incluso, agresivo. Existen unos códigos implícitos sobre la “valía” de cada persona y esta depende, al noventa y cinco por ciento, de su país de origen, que incluye también color de piel, lengua materna y raza. Este asunto da para una entrada completa... o varias. Así que solo nombraré lo que todos los que viven o han vivido allí conocen. Que dependiendo de donde procedas, la sociedad te encajona. Y te posiciona arriba o abajo. No existen puntos medios.

Pero el contraste del que quería hablar hoy era uno gracioso que se daba a ciertas horas, con más frecuencia en fines de semana y se encontraba a la salida de ciertos hoteles de prestigio. Los hoteles de cinco estrellas... lugares a los que la mayoría de nosotros no estábamos acostumbrados antes de llegar y que en el Golfo se convierten en contextos frecuentes de nuestra vida allí. En algunos países de aquella zona son los únicos lugares donde se sirve alcohol. Conviven restaurantes de lujo, discotecas, pubs y cafeterías donde socializar, jugar a ser ricos, beber, bailar y... ¡vestirse como cada uno desee!

Cuando llegas al hotel, paras el coche delante de la entrada y un chico muy amable te abre la puerta del coche, te entrega un papelito, te desea que te diviertas y se marcha con tu vehículo. Si vas con pasajeras, también les abren a ellas las puertas. Y ahí ya te sientes embriagada por esa falsa abundancia. Como caminas poco, puedes lucir tus tacones más altos y como no hay obligación de vestir con modestia, pues te pones una falda corta o un escote. ¡O ambos! Y sientes que transgredes las reglas con un cierto placer. ¡Ay, ilusa de mí! Todo esto por enseñar un poco las rodillas y mostrar hasta los hombros.

A continuación cruzas el hall, que a ciertas horas suele estar rebosante de gente. De locales y de expatriados. Árabes y occidentales principalmente. Pero también de otros orígenes. Pongamos que has quedado con amigos en un pub para bailar un poco y para tomar una cerveza. Antes de entrar, muestras la tarjeta de residencia o el pasaporte. Con hijab no está permitida la entrada (esto es muy largo de explicar y existe mucho debate al respecto, lo trataré en otro artículo). Las mujeres locales no tienen permitido el acceso. Y así, hay una serie de restricciones. Pero vamos, yo era española y no encontré ningún problema. Ya estás dentro. Disfrutas de la noche. La pagas bien pagada. Eso sí, lo haces a gusto, porque al menos existe esa opción y porque te lo puedes permitir. Te has reído durante la velada, te has encontrado con algún conocido o te han presentado gente nueva. Y es hora de irse.

Aquí quería yo llegar, al momento de mi contraste favorito. Bajas al vestíbulo, entregas tu papelito en recepción para que te traigan el coche. Durante medio año, has de esperar dentro porque el clima no ofrece otra opción. Mientras, observas a través de la cristalera para ver cuándo llega tu vehículo. El otro medio año puedes hacerlo en la parte de dentro o en la de fuera. En ambas se observa el mismo espectáculo. Porque lo es. Entonces se combinan personas con dos tipos de indumentarias. Unos, los locales u originales de otros países del Golfo. Ellos, vestidos con su thobe, esa túnica larga hasta los tobillos, de un blanco impoluto. La cabeza, cubierta con el ghutra, que también es blanco las más de las veces, pero algunos lo lucen de cuadros rojos. Así visten ellos, también a esas horas intempestivas en que esperan a que llegue su coche. Ellas, abaya negra, ancha y hasta los tobillos. Cabello cubierto y, algunas, cara también tapada. Solo se les ven los ojos, que se intuyen muy maquillados con khol. En ocasiones, una tela negra les cubre toda la cara. Ni tan siquiera se les ve los ojos. A escasos centímetros, los occidentales también esperan sus coches. Algunas visten tan poca ropa que incluso yo me he llegado a escandalizar. Además, si se encuentran ebrias, no guardan ni la compostura. No nombro a los hombres porque su vestimenta suele resultar discreta.

Y aquí comienza -para mí- el espectáculo. Giras la cabeza a la derecha y a la señora solo se le ven los ojos. A su lado, esas dos chicas borrachas que enseñan todo lo mostrable, e incluso, más. Ese era el contraste que más me llamaba la atención y que se daba todos los fines de semana en los hoteles de la ciudad. Acaba la función cuando llega mi coche, que se queda un poco ridículo ante aquella exhibición de cuatro por cuatros de gama alta. Ya no sé si reírme por el contraste que acabo de presenciar, saborear ese mundo de fastos en el que he pasado la velada o dirigirme a mi Ibiza, cual calabaza de Cenicienta, que me devuelve -de golpe- a la realidad.

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