sábado. 20.04.2024

Veníamos desde Casablanca en un tren que a mí me recordó al Expreso de Algeciras (Dios mío ¿cuánto tiempo hace…?) que tomaba con mis hermanos para ir a Córdoba, ciudad dónde estudiábamos, y llegamos a Marrakech, 241 kilómetros al sur, atravesando campos pedregosos salpicados de extensos matorrales de un verde grisáceo. En el camino vimos cabras, caballos y borriquillos junto a grupos de casas de color terroso, que pastaban tranquilos ajenos a todo hasta llegar justo tres horas después hasta el Gare de Marrakech, una Estación limpia y bonita con una enorme puerta de entrada de cristal en forma de arco. 

Ciudad con una interesante y rica historia detrás, fue fundada en 1062 por los Almorávides, pasando por los Merinidas y los Saaditas hasta que se instauró la dinastía Alauita que sigue en la actualidad. Es una ciudad de casi un millón de habitantes llena de tesoros, palacios, jardines y monumentos con contrastes de todo tipo y un buen comienzo para conocer Marruecos. 

Nos alojamos en la Medina en un Riad, casas tradicionales marroquíes reconvertidas en alojamientos que esconden verdaderos tesoros dentro, con corredores en la parte de arriba a los que se asoman las habitaciones y hermosos patios con sus fuentes y jardines muy bien cuidados. Estábamos a un paso de la famosa plaza de Jamaa el Fna, y llegar hasta allí fue toda una experiencia atravesando callejones imposibles en los que te encontrabas burritos transportando pesadas cargas (¿habrá protectoras de animales…?), hornos de pan de aromas deliciosos y carnicerías con las piezas al aire libre, bicicletas y motos en un caos organizado, hasta llegar a la inmensa plaza.

Es una verdadera atracción, rodeada de zocos en los que venden de todo, tiendas y tenderetes con todo tipo de cachivaches, titiriteros, domadores de monos y serpientes como si fuera un gran circo, y por la noche decenas de puestos de comida con aromas a mil especias.

Hay  tanto que ver que la lista es enorme y destacaría la Mezquita de la Koutoubia, las Tumbas Saadíes, los jardines de Menara, el inmenso Palmeral con casi 100.000 palmeras y decenas de más monumentos hasta y ¡cómo no!, el legendario Hotel La Mamounia, una maravilla de buen gusto y elegancia. 

Pero además, salir de la Medina es entrar en una ciudad moderna, como el barrio de Gueliz con enormes avenidas llenas de edificios limpios, palmeras y jardines con tiendas variopintas de estilo Boho Chic junto a las marcas de lujo y los mejores restaurantes

La riquísima gastronomía merece una mención especial, y hay que probar sí o sí los tajines y los cuscús, la chermoula o guiso de pescado, el pan khubz delicioso para mojar en los guisos, la harira y la maakouda un buñuelo de patata frito. Los dulces son deliciosos destacando la famosa pastilla que combina perfectamente lo dulce y salado y las galletas y tartas de almendra.

Salimos de la ciudad y nos adentramos en el Parque Nacional de Toubkal, en la región del Atlas, a unos 63 Km de Marrakech, que es como entrar en un túnel del tiempo y aparecer en otro mundo, donde el paisaje cambia drásticamente apareciendo los verdes por todos lados y las temperaturas bajan a un ritmo vertiginoso. El terreno se va elevando a cada metro que avanzas y aparecen riachuelos de aguas transparentes y nieve a los lados de la carretera hasta llegar a territorio bereber. 

Atravesamos los pueblos y aldeas que habitan esas montañas y que parecen estar suspendidos de las laderas escarpadas.

Desde estas aldeas parten numerosas rutas de alpinistas y senderistas que buscan las alturas y que dan trabajo a muchas de las familias que con sus mulas transportan los pesados equipos hasta las bases de las cumbres más altas.

De regreso a Marrakech y traspasando de nuevo el túnel del tiempo, volvemos al jaleo de una ciudad que parece vivir a dos ritmos y entre dos mundos con una mezcla de tradición y modernidad ganada a pulso.

Hasta siempre Marrakech.

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En la imagen superior, campamento bereber en el Atlas.

Marrakech; tan lejos, tan cerca...