martes. 23.04.2024

Hace muchos años, yo fui peregrina. El Camino de Santiago es algo especial, y todo el que lo ha hecho, sabrá de lo que hablo. Disponía de pocos días y decidí que la mejor opción era el tramo que va de Sarriá a Santiago, que forma parte del Camino Francés y que cubre 100 kilómetros a pie por esa Galicia mágica, condición necesaria para obtener la Compostela. No me decepcionó, es más, superó mis expectativas con creces. Aún recuerdo la ilusión, las ganas, y la actitud positiva para recibir todo lo que el Camino me fuera a dar, porque es así como debe plantearse. 

Como cualquiera que vaya a hacer el camino, hay multitud de guías en las que se detallan etapas, albergues, hoteles, restaurantes, servicios médicos…,  todo lo necesario para asegurar que el cuerpo recibe las atenciones necesarias. Sin embargo, las experiencias sensoriales, esas que recibe cada persona y que le pertenecen única y exclusivamente a ella, no figuran en ninguna guía y no hay manera de transmitirlas ni de comprenderlas en todo su sentido si no es echándote a caminar. Y es caminando en silencio, rodeada de las maravillas de un paisaje que acoge al peregrino, cuando la mente se desdobla y entra en una especie de estado de ensoñación, alentada sin duda por las esperanzas depositadas en el peregrinaje como algo que va a llenarte el espíritu de una especie de combustible del que ir tirando muchos meses, incluso años después de que hayas dejado el camino a un lado. 

El misticismo que rodea al peregrino que quiere serlo, se acrecienta con las sensaciones de ir caminando por caminos de tierra entre altas hierbas de un verde rabioso, o entre bosques de abedules o castaños con ese olor especial a humedad y me vienen a la memoria esas etapas “rompepiernas” como la que hay entre Palas de Rei y Arzúa con subidas tan empinadas que el cuerpo se echaba hacia delante hasta casi rozar el suelo. Pero también al atravesar un puente de piedra llegando, por ejemplo a Portomarín y dejando al Miño que continúe su recorrido sin fin. 

Pasar al lado de aldeas de cuento, con tantos siglos de historia a sus espaldas repletas de arte, románico en este caso, o caminar por un campo en el que las vacas pastan tranquilamente ajenas a las pisadas de los peregrinos, o por qué no, parando a descansar en una plaza de algún pueblo apoyándote en una fuente, o en la fachada de piedra de su vieja iglesia. Todo cuenta, todo vale. Y mientras caminas, sumida en tus pensamientos entre peregrinos, como tú, te da la sensación de que avanzas recorriendo estampas de las vidas cotidianas de otros, que por ejemplo trabajan en sus campos de grelos, pero que están estáticos mientras tú te mueves al ritmo de jornadas extenuantes. Da mucho tiempo para pensar, y el silencio se agradece, porque además de concentrarte en el esfuerzo físico, ir contemplando la belleza que te rodea, por si fuera poco entras en conversaciones contigo mismo que quizás nunca antes habrías tenido y que te brinda el Camino. 

Se conocen a muchos caminantes con historias de lo más variadas. Algunos te cuentan sus motivos para echarse a caminar, otros más reservados te saludan con amabilidad sin ganas de cháchara pero lo mismo te ocurre a ti, que a veces encuentras a alguien con el que sin saber por qué abres tu corazón, y otras lo cierras y lo dejas dentro sin quererlo compartir. 

Cuando te vas acercando al final, te empieza a invadir una especie de euforia por llegar, a la vez que te das cuenta de que el Camino se acaba y te esfuerzas por disfrutar cada paso que das para retenerlo bien en tu memoria. La entrada a Santiago es agotadora, pero lo mejor es llegar a la Plaza del Obradoiro, cuyo nombre gallego parece derivarse de los talleres de canteros que trabajaron en la construcción de la fachada barroca de la Catedral, que domina la plaza y da la bienvenida a los miles de peregrinos. Es entonces cuando adquieres plena conciencia de que tú eres uno de ellos, un peregrino. 

Tras el abrazo al Santo y la adquisición de tu Compostela, sólo queda darle una recompensa a ese cuerpo que ha sustentado tu aventura y que necesita una alegría tomándote un buen trozo de empanada, o un pulpo a feira, o unos pimientos de Herbón, o quizás mejor un reconfortante caldo gallego y para terminar una buena porción de tarta de Santiago. Un brindis por el Santo con un buen Albariño, sería el mejor colofón para la aventura del peregrino.

Hasta pronto.

Peregrino compostelano