viernes. 29.03.2024

Vida

"Recuerdo esos momentos claramente, trepando por encima de la valla con agilidad y pasando horas en el bosque sin pensar en el mundo cruel en el otro lado de la valla"

La conocí a la edad de catorce años. Recuerdo nuestra casa con claridad: estaba cerca del mar y en un pequeño pueblo de pescadores con un pequeño bosque dividido de las casas por una valla que se suponía que debería protegernos de los animales salvajes que vivían dentro de él (raramente funcionaba. ¿Acaso no recordáis el lobo?). Tenía una hermana mayor, Farrah, y mi hermano, un año más joven que yo, Caleb. Viviamos bien gracias al trabajo de nuestros padres. Mi madre era criada y mi padre trabajaba para una empresa de pesca. Como tú, iba a la escuela por las mañanas. No tenía muchos amigos (de hecho, ninguno en absoluto) ya que prefería estar sola que hablar con otros niños. Por las tardes, se me permitía salir mientras estuviera de vuelta para cuando se pusiera el sol.

Recuerdo esos momentos claramente, trepando por encima de la valla con agilidad y pasando horas en el bosque sin pensar en el mundo cruel en el otro lado de la valla. Era mi santuario lejos de la gente y el ruido. Así es como descubrí mi amor por la naturaleza. Tenía un árbol especial en el que me sentaba, viendo a los animales hacer sus cosas a mi alrededor. Aprendí a imitar llamadas de pájaros con silbidos. A veces deseaba poder hacerlo en la escuela, pero atraería la atención de mis compañeros de clase y eso es exactamente lo que no quería (siempre prefiero estar en las sombras, fuera de la vista de otra gente). Nadie me oyó hacer los silbidos hasta que ella llegó. Déjame explicarte. Sucedió en una tarde de otoño. Llevaba ropa gruesa y llevaba conmigo una bolsa de ganchillo que contenía mi cuaderno de bocetos, así como mi pequeño estuche de lápiz hecho a mano. Cerré la puerta de mi casa y corrí por la calle hacia la valla. Revisé que nadie estaba mirando y subí, saltando en el suelo del bosque. Aterricé en el suelo cubierto de hojas con una crujida satisfactoria. Caminé durante un par de minutos y llegué a un viejo, gran Pohutukawa, un árbol enorme con ramas largas y un tronco grande fácil de subir. Enganché mis dedos y me levanté con un gruñido, trepando a mi rama habitual e inclinándome hacia atrás, cerrando los ojos y sintiendo el aire fresco en mi cara. Oí una llamada de pájaro y silbé una melodía dulce y larga de nuevo un pájaro. Tuiteó hacia atrás, y nuestro pequeño juego continuó hasta que se fue volando con un susurro de hojas.

-Esos silbidos son realmente realistas ¿sabes?- Una voz dijo. Me congelé y lentamente giré mi cuello para mirar a mi alrededor. En el otro lado del tronco estaba sentada una niña cuya cara no podía ver. Tenía pelo castaño y parecía llevar gafas. No dejaba de hablar -Sonabas como un gorrión. No, un petirrojo.

-... ¿Gracias?- dije. La niña giró la cabeza, sonriente. Sus ojos eran verdes y brillantes.

-De nada-, dije. -Me llamo Nadia. ¿Y tú?

-Vida. Pero ¿por qué no me advertiste de que estabas aquí?- pregunté. La niña soltó una carcajada como si fuese la cosa más obvia en todo el mundo entero.

-Pues, te abrías asustado y te podrías haber caído del árbol.- dijo. Yo solté un bufido.

-¿Yo? ¿Asustarme?- dije. -¡Nunca en toda mi vida!

Nadia soltó una risita. -Me parece que nos vamos a llevar muy bien, amiga.

Y desde ese momento, supe que lo que decía podría ser verdad.

Continuará…

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