sábado. 20.04.2024

En mi último viaje a Omán afiancé que este país del Golfo Arábigo se encuentra en el top tres de mis destinos favoritos a día de hoy. Incluso me atrevería a decir que es el primero, aunque también depende de la categoría, si es destino ciudad o naturaleza. Omán es una tierra para los amantes del senderismo, de paisajes deshabitados, de montañas rocosas de películas, de otro planeta, de aguas salvajes, de gente humilde y hospitalaria. Para mí Omán es el tesoro de esta región, un país con una gran historia y un gran imperio, rico en cobre y en otras piedras, de colores que van desde el amarillo ocre hasta el negro y con una naturaleza abrumadora que nunca antes había experimentado tan de cerca. No es que lo haya visto todo, eso creía, pero aún me quedan muchísimos países por conocer. Lo que sí es verdad es que pocos lugares que conozco me sorprenden como Omán. Hace unos meses estuve por Nueva York, y sí, me gustó, pero me recordaba a Londres, el concepto de esa ciudad no era nuevo para mí. Y en mi último viaje a Omán, al sur de Muscate, la capital, a pesar de que es un país que he visitado con frecuencia porque vivo a tan solo 30 kilómetros de una de sus fronteras, es como si hubiera conocido algo totalmente nuevo para mí, un espacio que en mi mente sólo tenía cabida en películas del espacio o documentales sobre lugares salvajes a los que creía sólo tenían acceso algunos privilegiados fotógrafos, videógrafos o biólogos.

Una amiga española que ya no vive en Emiratos me habló varias veces de la posibilidad de avistar tortugas marinas en Omán. En realidad, nunca me enteré muy bien cómo era el asunto. Pensé, que al igual que el avistamiento de delfines en Musandam, un trozo de tierra rodeado de fiordos en la punta norte de Omán, en el estrecho de Ormuz, te montabas en un barco y las veías en el agua. Pero no, para poder ver a las tortugas tienes que reservar excursión en la Reserva de Tortugas de Ras Al Jinz, al sur de Muscate, y al sur de la ciudad Sur de Omán. En ese microclima rodeado de acantilados de arena, montañas de color negro, rojo y cobre, playas blancas y olas de tres y cuatro metros que azotan las rocas y el mar de manera salvaje y explosiva, las tortugas de más de un metro de largas y con más de 200 kilos van a aovar a la costa. Hasta 300 tortugas visitan las playas cada noche en los meses de junio, julio y agosto para formar sus nidos y dejar allí alrededor de 100 huevos de los que nacerán – o no- tortuguitas dos meses después. Todo este ciclo natural se da en la época de los monzones, de ahí el aspecto aterrador del océano Índico. Yo soy de costa, nací en una ciudad del océano Atlántico, frío y agitado, y menos un periodo de dos años, siempre he vivido al lado del mar. En Emiratos Árabes Unidos también veo el mar desde mi balcón, aunque aquí lo raro es que el mar esté agitado, siempre está balsa, sosegado y en calma. Lo que vi y sentí en este rincón de Omán, en Ras Al Jinz, era totalmente desconocido para mí, ni en los acantilados de Sagres, la esquina sur-oeste de Portugal, me había sentido tan insignificante ante el mundo. Cuando me bajé del coche y vi las olas, el agua, y los acantilados, tuve miedo, miedo a la enormidad de ese paisaje y a que solo la espuma que llegaba a la orilla de ese agua tenía tanta fuerza que podía arrastrarme hasta otro mundo. El miedo estaba mezclado con zozobra y también con excitación por lo nuevo. Paseé por esta playa de un pico al otro, observando la fauna del lugar, no sólo huevos, tortugas, también había cangrejos, y enormes, lo que en mi ciudad llamamos centollos, y algunos se escondían en sus madrigueras, pero otros permanecían intactos a mi lado, no sentían miedo, estaban en su territorio.

En esa playa encerrada entre montañas, en la que en pleno mes de julio la temperatura no supera los 30 grados, también entendí la crueldad de la vida, de la naturaleza, era inmensa y poderosa, y lo mismo que te daba la vida, te la podía quitar. De cada 100 huevos, sólo uno consigue llegar a la madurez. La mayoría de los huevos son devorados por otros animales, zorros o perros salvajes, rotos por las propias tortugas en su búsqueda de una madriguera para poner huevos o tomados por el hombre, que usa los huevos de alimento, de ahí que estén en peligro de extinción y en muchos lugares del mundo se cuide que las tortugas nazcan sanas y salvas y vuelvan al mar. Pero no en Omán, allí todavía reina la naturaleza y la ley del más fuerte. Y muchas tortugas nacen para morir a las pocas horas o incluso minutos.

UN PARAÍSO DE WADIS

Omán también cuenta con una gran cantidad de wadis, cauces secos o estacionales de ríos que drenan regiones cálidas y áridas. Incluso ahora en verano hay algunos famosos que aún tienen agua y te puedes bañar en estos cauces transparentes y turquesas en mitad de inmensas montañas rocosas, donde junto al agua ha crecido algún arbusto y cohabitan decenas de personas que en su día decidieron crear sus hogares cerca de estos oasis en mitad de la nada. En estas aldeas la ropa se lava como antaño; contra una roca en el wadi. Y tienen pequeños cultivos. Una maravilla. Bimma Sinkhole o Wadi Arbeieen son algunos de estos lugares que se encuentran en el camino de vuelta desde Ras Al Jinz a Hatta, Emiratos Árabes Unidos.

Mi próximo destino en Omán, más pronto que tarde y aprovechando la temporada de monzones quiero que sea Salalah, al sur de Omán en la frontera con Yemen. Allí las montañas rocosas son sustituidas por un paisaje verde que nace de las lluvias que acechan el lugar durante estos meses y hasta septiembre. Me gustaría poder hacerlo en coche y cruzar los más de 1.200 kilómetros de Omán de norte a sur, pero dicen que la carretera que llega allí no es del todo segura, y que es mejor coger avión. De una manera u otra espero poder ir por allí y desvelar los tesoros de la otra punta del país. 

Omán, la tierra de los mil ocres