jueves. 28.03.2024

Deshaciendo la "malhecha"

"El problema empieza cuando llego al lugar de destino y empiezo a sacar las cosas. Me pregunto entonces qué demonios hacen ahí dentro el mando a distancia de la tele y las pinzas de tender la ropa que con las prisas se han quedado aferradas a las bragas"
Maleta con fines ilustrativos. (Fuente externa)

En casa la llamamos así. A la maleta. Pero sólo cuando llegamos al lugar de destino y empezamos a sacar cosas. Mientras la hacemos, nos creemos que somos lo más en cuanto a precisión y economizaje del espacio.

El pantalón ese que no se arruga y lo mismo te sirve para bajar por la mañana a la clase de pilates de la playa que para salir a cenar si lo combinas con un top en condiciones; las sandalias negras que van con todo, el pareo convertible en vestido de noche… y mientras doblo y guardo, me creo la más perspicaz del mundo por meter la ropa interior y las bisuterías varias dentro de los zapatos -en bolsas claro-. Tengo hasta una hoja de excell ya editada con los imprescindibles de fuera del armario que hay que trasladar. El cargador del móvil, el del portátil –los autónomos veraneamos con el trabajo a cuestas-, las medicinas, las trilogías para leer en la playa, el cortaúñas… meter y tachar, meter y tachar… que a mí lo de hacer maletas me supera, me crea inestabilidad mental y me puedo pasar tres días con ello. Hasta ahí todo perfecto. Nunca cierro la puerta con esa extraña sensación de que me dejo algo importante.

El problema empieza cuando llego al lugar de destino y empiezo a sacar las cosas. Me pregunto entonces qué demonios hacen ahí dentro el mando a distancia de la tele, las pinzas de tender la ropa que con las prisas se han quedado aferradas a las bragas, el libro que me terminé de leer el día anterior, las llaves del trastero, dos trapos de la cocina…

Lo malo es que otras cosas se han quedado en casa, alucinadas. Las toallas-bayeta nuevitas a estrenar y con etiqueta no consiguen entender cómo me he podido marchar a la playa sin ellas. No me lo van a perdonar jamás. Lo mismo debe pensar el bikini “definitivo”, ese que no me hizo llorar en el probador y que se ha debido quedar en el tambor de la lavadora.

Menos mal que suelo viajar a sitios donde todo es reparable -aunque me salga carísimo-. No quiero ni pensar despertarme en plena selva y descubrir que me voy a tenerme que pasar 10 días sin lavarme los dientes.

Bueno, un poco de vergüenza si que paso cuando entran en juego los equipajes de las criaturitas. Cuando me llaman del campamento y me dicen que la niña ha ido sin cepillo de dientes y sin deportivas y que le han tenido que ir a comprar unas paso apuro.

Acabo de instalarme. Este verano sólo me he dejado el neceser entero –y eso que estuve preparándolo una semana decidida a llevarme hasta el desmaquillante de ojos y las sales de baño-. Que no cunda el pánico… mañana voy al súper y hago acopio de lo básico. Empiezo a colgar la ropa de las perchas y me sabe a poco… creo que me he quedado corta. Mucho. Ni una Rebequita para cuando refresca, ni las mallas para salir a correr, ni las zapatillas… con lo running-motivada que venía yo este año. Bueno, igual ha sido mi subconsciente, tampoco me importa tanto.

El año pasado hice una fotografía de la ropa que me había puesto durante los quince días de playa. Más o menos, un 23% de lo que me llevé. Es eso lo que me ha llevado al desastroso desenlace de éste. Y menos mal que estoy de alquiler con lavadora y puedo poner dos coladas al día, que si estuviera de hotel… 

A la hora de meterme en la cama descubro que no tengo pijama. Tampoco pasa nada. Siempre me consuelo pensando que no me he dejado las pastillas “de receta” y que eso sí que sería grave.

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Deshaciendo la "malhecha"
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