martes. 19.03.2024

A veces estoy que crujo, pero son los huesos

"Por mucho que asaltemos el armario de las hijas -y hasta las nietas-, debajo del envoltorio el paso del tiempo hace su trabajo

Mantener un exterior –o envoltorio que se dice ahora- joven a los cuarentaytantos o cincuentaypocos está chupao. Basta con un par de retoques de nada, dominar las artes maquillatorias, hacerse mechas californianas –o como se llamen esta temporada- y combinar prendas de la “planta de señoras” con minishorts, deportivas o vestiditos de esos que venden en tiendas con la música tan alta que, o te pones a bailar sobre el mostrador, o sales despavorida tapándote los oídos a tal velocidad que el de seguridad puede salirte detrás pensando que has robado.

Pero por mucho que asaltemos el armario de las hijas –y hasta las nietas-, debajo del envoltorio el paso del tiempo hace su trabajo.

Ya no te atreves a pegarte una carrerita para coger el autobús que empieza a frenar en la parada. En vez de eso, finges que buscas algo en el bolso y comienzas a caminar con parsimonia –como si pasaras por ahí- una vez ha arrancado.

Los semáforos de la Castellana los cruzas en tres tandas mínimo y lo primero que preguntas cuando vas a una casa por primera vez es si hay ascensor. Las piernas –y los pulmones- se resienten y recuperar el resuello y poder hablar con normalidad después de subir dos pisos a pie no es sencillo. Antes de ofrecerte dejar el abrigo ya te están trayendo un vaso de agua de la cocina y preguntándote si quieres que llamen al SAMUR.

Cuando te levantas sin hacer ruido de la cama para no despertar a la descendencia y tomarte un café a solas, no es el chirrido de la puerta lo que les despierta, o el “ding” del microondas. No, es el crujir de los huesos mientras avanzas por el pasillo intentando enderezarte. Lo peor son las rodillas. Y eso que una va al gimnasio 5 días por semana y hace pilates y body-pump.

Da igual, el paso del tiempo no entiende de cuotas en el Basic Fit ni de geles de recuperación muscular.

Una es mayor cuando le preguntan qué se cambiaría en el caso de que apareciera el genio ese con la lámpara y no contesta que el color de ojos, medio palmo más de altura o tener los abdominales –y el marido- de Elsa Pataky. No. A estas alturas la respuesta suele ser el hígado, la capacidad de retentiva mental o las dioptrías.

Lo de la vista es lo peor. Primero empiezas con lo de ver mal de cerca y tienes casi que tirar de palo de selfie para poder leer los whatssap en el móvil –es cuando nos salen las arrugas del entrecejo y las patas de gallo-. Eso es más o menos llevadero, y más con las nuevas tecnologías. ¡¿Cuántas veces habré hecho una foto con el teléfono de la carta del restaurante para ampliar después con disimulo antes de ponerme las gafas en primeras citas?!

Pero después son las medias distancias... Un día la báscula se ríe de ti en tu cara y al día siguiente, si no te las pones no te enteras de qué se ríe. Y dejas de maquillarte, claro. Porque lo de la raya del ojo es imposible acertar y si tiras de espejo de aumento no te sales, pero después tampoco sales de casa del trauma que te ha quedado al verte el bigote, los poros abiertos y las arrugas cerradas.

Una semana después tienes que ponértelas para programar el horno y para mirar los carteles de las calles, y en cosa de tres meses reconoces formas en vez de figuras a tu alrededor y te cascan las progresivas en la óptica.

El horror. La sensación cuando vas por la calle es como la de cuando volvías a casa haciendo eses a los 19, pero ahora encima con tacones, por lo que recomiendo encarecidamente –y por experiencia propia- quitárselas para bajar escalones, o cruzar semáforos.

Encima las pierdes cada dos por tres y queda fatal lo de andar palmeando a tientas sobre la mesa de la oficina o el lavabo, pero peor queda aún llevarlas colgadas –se le ocurrió decírmelo a la de la óptica cuando vio lo ralladas que estaban-.

Pero eso digo, lo de fuera está chupao, pero internamente, qué duro es envejecer.

A veces estoy que crujo, pero son los huesos
Comentarios