jueves. 28.03.2024

Dos gatos en Londres II

"La gata, que se llamaba Felisa, caminaba con la cola erguida y cada dos por tres hacía algún comentario sobre esta calle o aquel edificio que pasábamos"

Me sentía muy, pero que muy insegura. Pasábamos calles y lugares que nunca había visto. Me empezaba a dar cuenta de que el mundo era mucho más grande de lo que pensaba. La gata, que se llamaba Felisa, caminaba con la cola erguida y cada dos por tres hacía algún comentario sobre esta calle o aquel edificio que pasábamos. Mi hermano Apolo iba detrás de ella como un idiota. En cualquier momento, la gata se podía dar la vuelta y meterle un arañazo en toda su cara. Este solo pensamiento hizo que el pelo de mi lomo se erizase. Pero por ahora, no parecía que Felisa fuese violenta. Apolo no paraba de atosigarla con sus preguntas:

-¿Tú vives por aquí?- preguntó el gato. Felisa se quedo quieta, meditando su respuesta.

-Sí y no, gatito. Me desplazo. Busco comida y exploro la ciudad por la noche y duermo por el día.

-Apolo, eso quiere decir que va desde…-quise explicarle a mi estúpido hermano.

-¡Hera, ya lo entendí!- me contestó, enojado. De repente, su cara se iluminó tanto que parecían las luces de Vigo en Navidad.

-¿A dónde nos vas a llevar?

-A mi lugar favorito. Te gustará- contestó Felisa.

Nos llevó por bastantes calles diferentes que me hicieron perder la noción de dónde estábamos. Finalmente llegamos a una plaza llena de gente. Se me erizó el pelo: ¡humanos!

Felisa se dirigió a un edificio lleno de gente sentada en cosas grandes y redondas. La gata, astuta como era, se acercó a uno de los humanos, maullando. Pocos minutos más tarde, volvió hacia nosotros con orgullo, un trozo grande de carne en su boca.

-Comed un poco- dijo, dejándolo a nuestros pies - Parecéis increíblemente hambrientos -añadió.

-¡Yo lo estoy!- dijo Apolo, precipitándose sobre la carne con hambre. Después de un par de minutos, lo único que quedaba era un huesecito. Yo empezaba a sentirme más satisfecha y tranquila, pero no quería mostrarles esto a Felisa y a mi hermano.

-Venga, ¡que vuestra excursión comience!- dijo. Yo ladeé mi cabeza, confusa.

-No es este…?

-Esto es el Londres humano. El de los gatos es mucho mejor- dijo Felisa, andando dentro de un callejón. Saltó sobre un contenedor de basura y encima del alféizar de una ventana. Nos hizo una gesto con la cabeza para que la siguiésemos, y eso es lo que hicimos.

Apolo subió primero y yo le seguí, agarrándome con mis garras a la madera fuertemente. Apolo me ayudó a subirme mientras Felisa saltó al tejado agilmente.

-No es difícil- ronroneó la gata. Miré a mi hermano, que se preparaba para saltar.

-Apolo…- empecé a decir, pero ya era tarde. El siamés voló por el cielo, cayendo sobre el tejado de la otra casa y justo antes de precipitarse al vacío, Felisa lo agarró por el cuello. Ahora era mi turno.

-No creo que pueda.- dije, con voz temblorosa.

-No seas así, Hera. Sí que puedes saltar. Si yo lo hice, ¿por qué no tu?- me intentó animar Apolo. De repente vi cambiar su expresión y en sus ojos una expresión de horror…

Antes de que pudiese reaccionar, estaba atrapada en una red. Empecé a luchar para liberarme, pero mis patas se enredaron en la cuerda. Pronto mis patas traseras estaban inmóviles. Terror corría por mis venas cuando me di cuenta de que era presa de un… ¡Humano!

-¡Corre, Apolo! ¡Corre!- grité, pensando en que se salvara él.

-¡Hera!- Apolo gritó, pero Felisa lo agarró fuertemente, empujándolo hacía su escapatoria.

-¡Corre, idiota!- la gata gritó. Más humanos trataron de atraparlos, pero los dos felinos ya estaban lejos. Ya no se dejarían atrapar. Me quedé quieta, el terror impidiéndome mover. No podía pelear, y mucho menos escapar. Estaba atrapada. El suelo se alejó de mí. Giré la cabeza y me encontré cara a cara con un humano. Siseé. El demonio hizo un par de ruidos raros y espeluznantes y comenzó a andar, llevándome con él. Me tiraron dentro de una jaula. Ahí realmente pensé que podría escapar. Pero cuando me di la vuelta, una puerta con duras barras de metal se cerró en mi cara. Me lancé hacia ella, tratando de romperla.

-¡No es posible romper la jaula!- escuché una voz decir. Miré a la jaula en frente de mí y encontré un perro pequeño con pelo marrón claro mirándome con expresión triste.

-¿Cómo que no es posible?- le siseé. Pero el perro tenia razón.

-Ya lo he probado todo, incluido a morder las barras. Sabían a sangre. Y no se puede excavar por ningún lado.- dijo el chucho, tumbándose en el suelo.

-¡Debe de haber alguna salida!- maullé. El perro sacudió su cabeza.

-Si yo he aprendido algo de los humanos, es que son mucho más listos de lo que les damos crédito.

Continuará…

Dos gatos en Londres II
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