viernes. 29.03.2024

Perder un vuelo

"Tuve ganas de llorar, pero justo antes de empezar decidí posponerlo. Mejor solucionaba primero la situación y luego, ya si eso, te pones a llorar"
Un avión de Turkish Airlines.

Como todos los que me escuchan al contarlo se ríen –aunque yo todavía no le he encontrado la gracia- voy a narrar lo que me sucedió el día que perdí el vuelo en Estambul. Para más inri… sentada frente a la puerta de embarque.

Mi recorrido habitual en mis viajes a España es de Doha a Estambul y de Estambul a Valencia, tras una parada de varias horas en el aeropuerto de esta ciudad que une Oriente y Occidente.

Y sí, sucedió yendo hacia España y no volviendo a Qatar. Esto es lo que más gracia suele hacer entre mis compatriotas, que comentan que se podría entender perder el avión al volver… ¡pero nunca viajando a España!

¿Por qué lo perdí? Pues todavía no lo tengo muy claro. Al aterrizar en Estambul, miré en las pantallas cuál era la hora de salida y mi cerebro interpretó que era la de embarque. Creo. Así que me paseé por el aeropuerto, desayuné y, finalmente, me senté frente a la puerta de embarque a esperar. A mi favor diré que no había pantallas de esas que anuncian el próximo vuelo y la hora en que se sube al avión. Solo asientos. Y allí me dispuse esperar, cansada y adormecida y también con ilusión por el viaje.

Esto ocurrió a mediados de diciembre de 2014. Era la primera navidad que celebraría en tres años. Las dos anteriores las había pasado en Doha, trabajando y sola. No le tengo especial afecto a esta fecha, pero me gusta contarlo porque suele despertar pesar en quien me escucha, vamos que lo digo para dar penica.

Pues bien, allí estuve yo, leyendo. Sentada. Creo que di un paseo por la terminal en algún momento para evitar dormirme o que el aburrimiento pudiera conmigo.

A la hora del supuesto embarque me di cuenta de que no había ningún movimiento. Levanté la cabeza de mi libro y me pareció que la gente que esperaba era otra.

Me acerqué al mostrador para preguntar y la chica me dijo que ese vuelo se dirigía a Frankfurt (creo) y que el mío estaba despegando en ese momento.

La secuencia fue la siguiente: primero se me quedó cara de tonta durante unos segundos. Luego tomé conciencia de que mi avión había partido sin mí. Supuse que estaba soñando y que despertaría en breve. Esto me ha sucedido muchas veces. Me ocurre una desgracia, como una inundación en mi casa, la pérdida de una persona cercana o cometo un error con graves consecuencias. Entonces tomo conciencia de que estoy soñando, me relajo y me despierto. ¡Pero pasaba el tiempo y no me despertaba! Ahí seguía yo, en un contexto extremadamente vívido y la realidad me aplastó. ¡He perdido el avión!

Tuve ganas de llorar, pero justo antes de empezar decidí posponerlo. Mejor solucionaba primero la situación y luego, ya si eso, te pones a llorar, Geles.

He leído muchos libros de psicología positiva y sé que un hecho aciago se puede convertir en una ocasión especial. Ahí estaba yo, atrapada por un día en Estambul, una ciudad que no conocía pero que siempre he querido visitar. Quizá podía tomármelo como un regalo. Pensaba esto mientras veía el exterior del aeropuerto a través del muro cortina (fachada de cristal). Llovía, el día era gris, yo estaba cansada, cargaba con una maleta y pensé… ¡a tomar por saco la psicología positiva! De aquí no me muevo. Y en lugar de convertir las próximas veinticuatro horas en una visita turística por sorpresa y con un tono exótico, aquí me quedo. Triste y amargada porque iba a mi casa y he perdido en avión.

A partir de ahí recuerdo una sucesión de mostradores, controles, caras de pena y una serie de indicaciones inconexas. Por fin conseguí salir a la otra parte del aeropuerto, previo pago del visado. Una vez más, gracias, querido pasaporte español. Simplemente pagando unos veinte euros y sin solicitud previa, mis pies pisaban suelo turco.

Siguiente estación de mi odisea: enterarme de que mi maleta no había volado y recogerla. Ya podían haber puesto tanto interés en llamarme como lo hicieron en descargar mi equipaje. Pasé por la aduana y lidié con un señor que no se creía que la foto de mi pasaporte era mía. A esas alturas yo ya no estaba para muchas tonterías. Le dije que era yo. Que si no se lo creía, poseía documentación oficial española y qatarí que lo corroboraban. Que había perdido un vuelo, no había dormido la noche anterior y que nos dejara salir a mi maleta y a mí.

Comprar un nuevo billete tampoco fue sencillo y me enviaban de un mostrador a otro. Una pareja intentó colarse en uno de ellos y, rapidito y en un inglés más fluido que nunca, los mandé a la cola.

Cuando ¡por fin! me dejaron comprarlo, encontré un vuelo a Madrid para ese mismo día. Le pregunté al chico si aceptaban euros y dijo que sí (aunque al final pagué con mi tarjeta qatarí). Cuando le pregunté cuánto era me enseño la calculadora y vi que ponía cuatrocientos y pico. No quise ni pensarlo, no había elección y di gracias por poder pagarlo.

Transcurridos unos días revisé mi cuenta bancaria en internet y tenía un cobro de casi quinientos riales qataríes (unos cien euros) que no identificaba. En Turquía. Por otra parte, no encontraba el pago del vuelo. Entonces caía en la cuenta de que esos más de cuatrocientos no eran euros sino libras turcas… ¡qué alegría me llevé!

Ya con el nuevo billete en la mano y el equipaje –de nuevo- facturado, compré un cargador para el móvil y en otro sitio, un café que incluía conexión a internet. Pude comunicarme con mi madre para decirle que se quedara tranquila, que ya tenía billete y que volaba a Madrid. Yo la había llamado por la mañana, tan pronto como me había dado cuenta de que no estaba soñando. Y creo que se había quedado un poco preocupada. Pero ya estaba todo solucionado. Llegaría a Madrid cerca de las doce de la noche. Por favor, ¿puedes buscar horarios de tren o autobús para ir a Valencia? Ella no encontró nada para esa noche. Tendría que esperar al día siguiente. O comprar un vuelo con Iberia con un precio tan escandaloso que rechacé de inmediato. Bueno, ya cogeré un AVE temprano. Aun así llegaría antes a casa que si me hubiese tomado al vuelo que iba a Valencia. Y por lo menos, esperaría en Madrid y no en el aeropuerto de Estambul, lugar que estaba empezando a odiar.

Faltaban unas horas para el embarque. Sentada en una silla incómoda en un rincón de aquella cafetería, con la situación bajo control y la perspectiva de llegar a España esa noche, sentí cómo descendían mis niveles de adrenalina, así como la tensión en mi cuerpo, al tiempo que notaba cómo aumentaba el cansancio y aparecían las ganas de llorar.

Me sentí sola.

Intenté no llorar para que no me viera la gente pero no puede evitar que se me escaparan unas lagrimillas. Me sentí desdichada en ese momento. Sabía que era por el cansancio y por los nervios vividos, pero me sentí desdichada y sola. Una buena noticia mitigó mi tristeza: mis padres me recogerían en Madrid.

Una vez que mi vuelo Estambul-Madrid despegó, me relajé, tomé conciencia de que en unas horas estaría en España. Sentí la emoción del viaje y la alegría por las vacaciones. No había estado allí en los últimos ocho meses ni tampoco había tenido descanso en el trabajo.

Me sentía contenta cuando la azafata me acercó la bandeja con la cena. Me preguntó qué quería beber y me di cuenta de que estaba rumbo a España. Esa sería la primera comida de mis vacaciones y… ¡tenía que celebrarlo! Una botella de vino blanco, por favor.

Y sí, lo celebré. El vino multiplicó mi alegría y me ayudó a dormir el resto del trayecto.

El Adolfo Suárez me dio la bienvenida. Cuando abracé a mis padres supe que no estaba haciendo ninguna escala sino que había llegado al final del trayecto. ¡Qué emoción hablar con ellos, contarles durante el camino, comer mandarinas de Valencia…!

El entusiasmo me hizo sentirme activa. Tenía ilusión, alegría, contento. Noté que mi padre estaba cansado, así que me ofrecí a conducir, con la única condición de que me hablaran para espantar el sueño. Y todavía quedaba una anécdota para completar el viaje. Apenas salíamos de Madrid, y como parte de los controles de navidad, me paró la Guardia Civil. Documentación y alcoholímetro. Aunque disimulé la tensión mientras soplaba, la botella de vino blanco ocupaba mis pensamientos, pero por lo visto sus efectos se quedaron en el espacio aéreo de algún país europeo. Cero, cero, puede continuar.

Y ésta fue la aventura de cuando perdí mi vuelo en Estambul. Mi familia y amigos siguen gastando bromas acerca de aquello y cuando cuento la historia todos se ríen. Quizá algún día a mí también me haga gracia.

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