martes. 19.03.2024

Regreso a la Cueva la Cochina

"Mira, Carmen, la higuera que tiene higos es la de tu padre, las demás están blancas. Parece que él la cuide desde allí donde esté"

Tengo que confesar que me han sorprendido los numerosos mensajes que he recibido por el texto que hace unos días escribí sobre los higos chumbos de la Cueva la Cochina, allí en el kilómetro tres de la carretera de las Lagunillas de mi querido Rute. Es más, en principio pensé que el comentario iba a tener corto recorrido. Afortunadamente erré. He comprobado que escarbar en el pasado, recuperar imágenes perdidas, une a quienes un día compartimos vivencias. Y eso, pasados los 50, es muy gratificante. Al menos para mí.

De todos esos mensajes hay uno que me ha llegado al alma. Me lo envió mi hermana Carmen, a quien a su vez se lo había hecho llegar la mujer de mi primo Juanma. Mi primo y su mujer siguen allí, en el cortijo San Rafael, situado a la vera de la Cueva la Cochina. El mensaje, que lo compartió mi hermana en el grupo de 'wasap' que tenemos los Pérez, incluía varias fotos y decía lo siguiente: "Mira, Carmen, la higuera que tiene higos es la de tu padre, las demás están blancas. Parece que él [mi padre, Francisco el de la Cueva la Cochina], la cuide desde allí donde esté".

Y seguro que es así. No tengo duda alguna de que la cuida noche y día. Porque mi padre lo que más quería era su tierra. Sus olivos, su huerto, sus higueras, sus almendros, su agua del pozo. Desde niño se levantó cada día antes del amanecer para abalanzarse sobre los campos. A ordeñar, a cavar pies, a coger aceitunas, a segar, a regar el huerto, a recoger estiércol, a comprobar que todo estaba bien y no había fugas en esas gomas que él repartía por todas partes para llevar el agua -bendita agua- de un sitio para otro.

Todo lo hacía él. Las horas duras de calor en las siestas del verano cordobés las pasaba en un camastro colgante que se montó a la sombra del olivo que había en la puerta de la vaquería. Por colchón tenía un saco lleno de paja. Y por acompañante, el perro, a quien yo puse de nombre Abderramán, pero que él llamaba, porque no se le daba bien pronunciar semejante apelativo, Barrabás. Y juro que el chucho hacía honor a esas tres sílabas. Sólo mi padre, mi madre -Inés la de los Tiestos- y yo éramos capaces de controlarlo.

No regresaba del campo hasta bien entrada la noche. Se sentaba a cenar en ese sillón que aún estará en mi casa de la Vera Cruz. Y allí tardaba sólo unos minutos en caer rendido al sueño. Le gustaba dormir mientras de fondo sonaba el televisor. Y casi que se enfadaba cuando le decíamos que se fuera a la cama. A la vuelta de la esquina tenía una nueva madrugada.

Mi padre Francisco ordeñando una de sus vacas en la Cueva de la Cochina.

A veces las noches se interrumpían porque -no sé escribirlo de otra manera- una vaca se ponía caliente y había que echarla al toro. Y el problema era que no siempre teníamos un toro a mano, por lo que no quedaba otro remedio que coger a la vaca y caminar tirando del cabestro durante varios kilómetros hasta alguna vaquería de las proximidades. Y si se preguntan por qué debíamos hacer esa tarea de noche la respuesta es muy simple: no había tiempo en otro momento del día. Así era la vida.

La mujer de mi primo Juanma me ha hecho -otra vez- regresar a la Cueva la Cochina, a unos tiempos que ahora recuerdo con emoción y en los que la vida transcurría en aquellos tres kilómetros de Rute a la vaquería. E igual que ahora me ocurre a mí, el texto de los higos chumbos trajo recuerdos a viejos amigos -y amigas-. Uno de ellos es el Chechu -mi amigo José Joaquín-, con quien llevaba décadas sin hablar. Me ha escrito, entre otras cosas, lo siguiente: "Han sido muchos los recuerdos a los que he vuelto leyendo tu artículo y desde ahora espero que volvamos a recuperar una relación, aunque sea lejana". Un milagro de las letras.

También me ha escrito desde el abismo de los tiempos Carmen Bermúdez, además de amiga compañera de profesión. En los últimos días ya hemos hablado varias veces por 'wasap'. Y lo mismo que ellos, otras personas muy cercanas con las que -por fortuna- tengo un contacto más habitual.

Doy gracias a la Cueva la Cochina por el ayer y por el hoy. Metido en su penumbra, aunque sea del recuerdo, me siento protegido, a salvo. Y voy a continuar escribiendo sus historias, la próxima sobre cuando mi primo Rafa y yo íbamos a castrar las colmenas

Prefiero dedicar mi tiempo a esto que ahora hago y no a buscar al rey emérito. Dónde va a parar.

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En la imagen superior, la chumbera de la que mi padre, Francisco el de la Cueva la Cochina, cuida desde allí donde esté.

Regreso a la Cueva la Cochina
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