jueves. 25.04.2024

Sorpresas que da la vida

Adentrarse en nuevas aventuras e inexplorados territorios también ofrece la oportunidad de llevar a cabo sorprendentes descubrimientos que jamás imaginaste hallar. En mi tierra decimos que nunca se sabe dónde va a saltar la liebre. De modo que puedes llegar a Emiratos Árabes Unidos pensando en culminar tus días profesionales dirigiendo el primer periódico en español del Golfo Arábigo -algo que reconozco de sumo interés- y al final acabes de botones en un ‘lodge’ situado en las profundidades de la selva de la región india de Kerala. Así es la vida. Y me gusta.

Cuento esto porque hace tan sólo unos días, al hilo de una conversación que mantenía en las lindes de este asunto con un gran amigo, recordé una historia que por casualidades de la vida conocí de cerca hace ya algunos años y que deja claro que, por más que pensemos lo contrario, ciertamente nunca se sabe el lugar donde la liebre dará la cara.

Todo ocurrió en un viaje que realicé desde España junto a mi familia hace más de una década a las Islas Seychelles. En aquellos tiempos prácticamente ni sabía de la existencia de Dubai y Abu Dhabi, mucho menos de Ras Al Khaimah, que es el emirato en el que a estas horas escribo esta historia, lo que viene a certificar lo imprevisible del vivir.

Mientras intentábamos conocer qué podíamos hacer en las Seychelles en nuestra condición de turistas averiguamos que en las proximidades de donde nos hallábamos había una pequeña isla habitada por un solo hombre. De modo que alquilamos barca y barquero y pusimos rumbo a lo para nosotros desconocido. Llegamos a una idílica playa en la que observamos que un hombre ya con sus años se dedicada en bañador tipo ‘slip’ a determinadas tareas. Se acercó y nos recibió como el Robinson que era y acto seguido nos llevó a una cabaña en la que había instalado una especie de museo natural marino. En el exterior decenas de tortugas gigantes andaban de aquí para allá.

En el transcurso de la conversación nos reveló que era un periodista inglés que había ocupado el cargo de director en un diario de Tanzania, pero que un día decidió comprar ese islote por un precio razonable y se había trasladado allí porque estaba convencido de que los piratas enterraron un tesoro y quería descubrirlo. De hecho, el islote estaba plagado de agujeros que había excavado en busca del tesoro.

Aquella historia quedó allí. Tiempo después vi que en el dominical del periódico en el que yo trabajaba daban cuenta de su aventura con una gran foto de él en la misma playa donde lo conocí. Pero la sorpresa vino más tarde, cuando un día leí un titular que decía “El tesoro era la isla”. Y es que resulta que este señor compró la isla por 10.000 libras y le llegaron a ofrecer 30 millones. Claro, el tesoro era la isla. Y lo bueno es que no la vendió. Acabó sus días como un Robinson. Ya ven: quién sabe dónde.

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