viernes. 29.03.2024

En febrero de 1989 aterricé en el aeropuerto de Sanaá. Volaba desde Bagdad, en pleno corazón de Oriente Medio, donde estudiaba lengua árabe en la Universidad Al Mustansiriya con una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores español. Irak acababa de salir de una larga guerra de ocho años con Irán, que entrañó un elevado coste en términos de vidas humanas y devastación. Solo 17 meses después, Sadam Hussein invadió Kuwait y desencadenó un movimiento sísmico de colosales dimensiones, cuyos efectos aún se dejan sentir en el siempre convulso tablero geopolítico del mundo árabe.

Pero eso es harina de otro costal.

En la antesala de la primavera, la universidad iraquí suspendía las clases durante dos semanas y los catorce becados españoles aprovechamos el breve descanso para efectuar algún viaje por la zona. No todos los días se tiene a tiro de piedra conocer alguno de los países más fascinantes del planeta. Yo elegí Yemen. No tenía ni idea dónde estaba ubicado. Ni qué ofrecía para un viajero. Ni si contaba siquiera con infraestructuras adecuadas para recorrerlo. La única noticia que tenía de él nos la proporcionaron dos estudiantes españoles que lo habían visitado el año anterior. Fueron precisamente ellos, creo recordar, quienes me prestaron la conocida guía del Trotamundos como hoja de navegación por un país del que hasta entonces no tenía la más remota información.

"Simbad el Marino. ¿A qué otro personaje podían remitir aquellos hombres con turbante, embutidos en faldas de colores (futah) y con una daga curva al cinto (yambía)?"

Recuerdo que avistamos Yemen a media mañana. Y recuerdo también que, a medida que el avión perdía altitud sobre la Península Arábiga, divisábamos un inmenso territorio yermo y polvoriento hasta donde alcanza la vista. Sanaá fue un descubrimiento asombroso. Instantáneo. Una de esas visiones surgidas del desierto que solo cobran virtualidad en los sueños o en las películas de Simbad el Marino. Esa fue la primera conexión cerebral que me asaltó nada más bajarme del vehículo que nos trasladó desde el aeropuerto. Simbad el Marino. ¿A qué otro personaje podían remitir aquellos hombres con turbante, embutidos en faldas de colores (futah) y con una daga curva al cinto (yambía)?

Sanaá 1989. (A. Moreno)

Decididamente nos encontrábamos atrapados en un bucle del tiempo. Mucho más cuando, poco después, nos dimos de bruces con Bab al Yemen y el recinto amurallado que encapsulaba un mar de casas de adobe y piedra, rematadas por zócalos encalados y filigranas blanquecinas adornando las ventanas. Una ciudad de cuento como emergida de una descomunal tarta de merengue. Esa es la imagen que me golpeaba una y otra vez cuando nos adentramos en aquel dédalo de callejas interminable y personajes como arrancados de la edad media.

"Yemen había logrado mantener intactas sus tradiciones e incólume su increíble arquitectura popular gracias a su esquinada ubicación en la Península Arábiga y a su secular aislamiento del mundo"

Estaba claro: Yemen había logrado mantener intactas sus tradiciones e incólume su increíble arquitectura popular gracias a su esquinada ubicación en la Península Arábiga y a su secular aislamiento del mundo. Era un país pobre, donde la lotería del oro negro había pasado de largo, y esa desgraciada circunstancia, paradójicamente, le había otorgado una riqueza colosal de otra naturaleza. Se había librado, por decirlo de alguna manera, de la apisonadora del desarrollo económico, cuyo brío proporciona evidentes beneficios materiales al tiempo que aniquila tradiciones milenarias.

Sanaá 1989. (A. Moreno)

Cuando aterrizamos en Yemen, el país se encontraba partido en dos. Solo un año después, en 1990, ambos gobiernos (norte y sur) alcanzaron un acuerdo de unificación, que el tiempo ha demostrado precario. Yo tuve el privilegio de recorrer lo que entonces correspondía a Yemen del Norte, con capital en Sanaá, la sorprendente ciudad colgada a 2.350 metros de altura en la confluencia de la cordillera del Hiyaz, que vertebra toda la península, y el Hadramaut. Justo a los pies de Sanaá, se levantan algunos de los picos más altos de aquel vasto territorio desértico de arena ardiente.

Ni el “futah” ni la “yambía” eran atributos insólitos entre los yemeníes. La mayor parte de los hombres, de mediana estatura y cuerpo enjuto, los llevaban en su vida cotidiana. Las mujeres, mientras tanto, apenas se adivinaban en el interior de sus abayas negras, que cubrían integramente su figura y su rostro. En eso se diferenciaban sustancialmente de las féminas iraquíes, una gran parte de las cuales vestían a la europea. Solo las de mayor edad usaban la abaya, también de color negro, pero siempre dejando el rostro visible.

Habitantes de Yemen del Norte en 1989. (A. Moreno)

"Solo la magia incomparable de Sanaá y sus fascinantes habitantes había colmado de largo nuestras expectativas"

La otra gran conmoción que me produjo el país fue el “qat”, un arbusto psicoestimulante cuyas hojas masticaban la práctica totalidad de los hombres desde poco antes de mediodía hasta el atardecer. El principio activo de la planta está compuesto por alcaloides psicotrópicos y produce un efecto anfetamínico parecido al que provoca la hoja de coca masticada en las altas regiones de Colombia. De hecho, su ingesta ayuda a soportar mejor la vida en las alturas.

Era un verdadero espectáculo observar a diario cómo los hombres engullían durante horas hojas de “qat” y amasaban en la cavidad bucal una bola creciente de pasta verde, cuyo néctar narcotizante ingerían lentamente. En el mercado, en las teterías, en los taxis colectivos, en las barberías, en todos lados portaban bolsas de “qat” que consumían sin parar. Luego, a la caída de la tarde, tras la rutina de cada día, escupían las bolas verdes al suelo y hasta mañana que será otro día. Debo confesar que jamás había visto nada parecido en ninguna otra parte del mundo. De hecho, es una costumbre que se circunscribe tan solo a Yemen, Somalia y Etiopía.

Al Wadi Dahr 1989. (A. Moreno)

En apenas dos días, ya habíamos recibido un impacto formidable del país. Solo la magia incomparable de Sanaá y sus fascinantes habitantes había colmado de largo nuestras expectativas. La primera escala del periplo tuvo por destino una aldea a pocos kilómetros de la capital que se llamaba Wadi Dahr. La memoria me alcanza a identificar el enclave como un conjunto de casas de piedra diseminadas en el fondo de un valle salpicado de vegetación. De entre todas las construcciones, sobresalía un soberbio edificio levantado sobre una roca. Se trataba de Dar al Hayar, el sorprendente palacio del imán Yahya. Nos deslumbró su sobria belleza de piedra y cal, que dominaba todo aquel paraje perdido en una esquina del planeta.

"Nos sumergimos en un submundo de aldeas de adobe y gentes amables, que vivían ajenas al vértigo imparable de lo que hoy llamamos civilización"

Atravesamos buena parte del país a bordo de autobuses de línea y carreteras modestas. Apenas nos cruzamos con media docena de viajeros en dos semanas. Tomamos la ruta del sur, en dirección a Ibb y Taiz, dos de las ciudades más pobladas del Yemen. Y nos sumergimos en un submundo de aldeas de adobe y gentes amables, que vivían ajenas al vértigo imparable de lo que hoy llamamos civilización. La guía del Trotamundos fue nuestra brújula. Con ella rastreamos enclaves insólitos, de una belleza arrebatadora. Descubrimos la arquitectura popular más prodigiosa que había visto jamás. Edificios verticales de piedra, en cuya singular estructura arquitectos de todo el mundo han querido ver los primeros rascacielos de la historia.

Muchos de aquellos pequeños pueblos viven en mi memoria tantos años después pero sus nombres se han disipado en el tiempo. Sí recuerdo la localidad de Tawila esculpida sobre un promontorio de roca negruzca. Resultaba conmovedora la armonía de sus modestas viviendas arremolinadas sobre los riscos. La caótica geometría de aquellos arrabales sencillos, que habían logrado sobrevivir el paso de los siglos.

Yemen del Norte 1989. (A. Moreno)

A medida que descendíamos buscando el Mar Rojo, se prodigaban los barrancos y los cultivos aterrazados. Un microclima subtropical, beneficiado por uno de los índices pluviométricos más altos de la Península Arábiga, tornaba por momentos la vegetación. Íbamos buscando el puerto de Moka (Mojá, en árabe), donde presumiblemente se hunden las raíces del café. Y lo que nos encontramos en un sobrio cafetín del pueblo fue un brebaje color ocre más parecido al té que al genuino líquido negro que conocemos en occidente.

"Era, por lo visto, un hotel. Un señor con “futah” y el torso desnudo regentaba un edén de cañas y troncos secos perdido en un punto insignificante del mundo"

Nuestra próxima escala fue una alucinación. Siguiendo las instrucciones de la guía, llegamos a bordo de una furgoneta “pick up” a un paradisíaco palmeral a orillas del Mar Rojo, donde se erigía una empalizada a cielo abierto. Era, por lo visto, un hotel. Un señor con “futah” y el torso desnudo regentaba un edén de cañas y troncos secos perdido en un punto insignificante del mundo. El establecimiento no tenía ni un mísero cobertizo. Ni comedores, ni recibidor, ni cocina, ni habitaciones bajo techo. En el centro del palmeral, había un tablero de madera, con una banqueta corrida a cada lado, donde a la hora del almuerzo servía pescado fresco y arroz con cardamomo. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Pues eso.

Al Wadi Dahr 1989. (A. Moreno)

Y pegado a la valla, en un discreto espacio protegido por arbustos, había un camastro de madera y ramas al aire libre, desde donde se divisaba el universo y sus enigmas. Unos cuantos metros más allá, un pozo de agua fresca excavado en el suelo y una cubeta nos indicaba que nos encontrábamos en el lugar del aseo. Aquella noche, cuando salimos a pasear por la arena virgen del Mar Rojo, se nos cayó encima un cielo luminoso de estrellas como jamás había visto en ningún lado.

Yemen se me reveló como un espejismo inverosímil aquel febrero de 1989. Un regalo imprevisto como escapado de un cuento de Simbad el Marino. Con sus casas de barro, sus gentes sencillas y su tiempo ingrávido. Han pasado 31 años y una absurda guerra civil amenaza con llevarse por delante todos aquellos tesoros extraordinarios que quizás no volvamos a ver nunca.

El Yemen que quizás nunca volverá
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