jueves. 25.04.2024

Ya he batido el record de horas sentado en un autobús, pero no lo celebro. Desde que salí de Morondava hasta ahora han pasado ocho largas horas, y aún quedan cuatro hasta Antananarivo, apodada Tana por los malgaches. Así que estoy exhausto y me limito a mirar por la ventana, por donde ya entra el aire fresco de la meseta.

Al chofer le da por parar en un descampado junto a la carretera donde varias mujeres se levantan a toda prisa para acercarse a nuestro microbús a vendernos mazorcas de maíz. Hacen, como es típico en Madagascar, todo tipo de ruidos (algo así como lobos aullando) para atraer a los posibles compradores. Y lo consiguen. Muchos viajeros se hacen con una o dos mazorcas. Yo miro al frente y no les hago caso, para que no vean que tengo interés siquiera en regatear. En Madagascar, como toda África, una simple vacilación o análisis de un producto en venta puede dar a entender un interés claro en adquirirlo.

Junto a las ocho o diez mujeres que rodean el bus hay un hombre ciego, que repite sin parar unas palabras en malgache ("taraban tara sailba mana naaa", o algo así) con una guitarra y cabeza recta. No toca su instrumento, sino que lo utiliza a modo de bastón. Repite exactamente lo mismo todo el rato, tieso, con las mujeres esquivándolo como si fuera una farola con bombilla fundida. Mi imaginación, nada afectada por la paliza del viaje y los baches, es que el hombre, de ser español, estaría diciendo algo así como "regálenme el cambio si les sobra". Pero podría haber sido cualquier cosa. Una cosa que no sabré jamás.

Desde que empecé a viajar por naciones tercermundistas, siempre me ha obsesionado el infierno de nacer ciego en un país subdesarrollado. Así que si alguna vez usted siente como yo que la vida no le sonríe, o que tiene frecuentemente un mal día, piense en que tiene visión. Y que vive en un país rico.

Ciego entre mazorcas
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