martes. 19.03.2024

Una tarde del pasado mes de enero, mi novia alemana y yo nos encontrábamos paseando por el bello barrio de Recoleta, en Buenos Aires. Nos habíamos relajado con su anillo de compromiso -el que le había ofrecido días antes al pedirle la mano en Ecuador- nada más entrar en este vecindario rico provenientes de la estación central de autobuses de Retiro, en un área más masificada y humilde. De repente aparecieron coches alemanes de lujo por todas partes, y los famosos paseadores de perro que solo se ven en las zonas más privilegiadas de la capital argentina.

En una calle, mientras buscábamos las famosas talabarterías (tiendas de objetos de cuero), un hombre que paseaba a un labrador frente a nosotros se paró para que su perro plantara sus heces en medio de la acera. Era plena luz del día, la calle estaba bastante transitada y la caca de un labrador, desde la perspectiva óptica, no hablemos ya olfativa, no es nada fácil de ignorar. Sin embargo, el hombre, sin inmutarse, sin actuar un poco como haría alguien desesperado por pedir una bolsa de plástico al conciudadano más cercano que quizá se convirtiese en su redentor con un simple ''no'', el hombre siguió caminando como si no hubiera sucedido absolutamente nada. Cruzó de acera y desapareció en otra avenida.

Yo quedé escandalizado, pero mi novia, como nordeuropea concienciada, aún más. Y he de decir que, aunque en España no es nada infrecuente ver cacas de perro por la calle (muchas de ellas, tristemente, de perros abandonados), sí es bastante chocante contemplar una escena como la de Buenos Aires. En España, me dije mientras caminaba atónito en Buenos Aires, el amo guarro se habría permitido al menos una vueltecita de la cabeza que le pudiera haber absuelto de no haber habido moros en la costa. Pero en esa calle de Recoleta, esa escena descarada había contado con, al menos, dos espectadores. El análisis de la situación me llevó a anotar varias conclusiones. Y a establecer una alegoría clara del estado actual de Argentina: un país en el que, fallando tantas cosas, llegan a acumularse quejicas victimistas en número directamente proporcional a los patanes incívicos.

Y esto lo dice un español que aún así sigue enamorado de Argentina, nación que he visitado en cuatro ocasiones desde 2010. Porque pese al estado patológico que rodea el credo político (peronismo) de un gran porcentaje de la población, Argentina sigue siendo el alma del mundo, su energía, su carisma. Nadie agradece o da el 'de nada' al otro como los argentinos. Ningún agente fronterizo saluda al extranjero como los argentinos. Nadie insulta como los argentinos. Nadie gana a los argentinos en la psicología del otro. En inventar canciones, películas, comidas, expresiones. Nadie los gana vendiendo. Y pocos los ganan comprando -porque el argentino siempre acaba comprando lo argentino.

Se equivocó Carlos Nino, en su libro 'Un país al margen de la Ley' (Ariel, 2005), al culpar de la decadencia de Argentina por un lado a los conquistadores de mentalidad castellana (buscar el éxito basado en el ser y no en el hacer) y por el otro a la explotación de sus recursos naturales por empresas extranjeras.

En primer lugar, si la mentalidad castellana hubiera sido de verdad un impedimento al desarrollo, Argentina no habría conseguido entonces en 1913 (cuatro siglos después de la conquista) un PIB comparable al de Suiza, el doble de Italia y la mitad del de Canadá, como el mismo Nino asevera en su libro (por cierto, fue a partir de 2013 que llegaron los italianos en tromba, ahí lo dejo). Y, sobre todo, si se sigue el argumento anticonquista, el PIB per cápita de España no habría adelantado al de Nueva Zelanda en 2018, según el Fondo Monetario Internacional. 

Esta culpa vertida sobre los conquistadores españoles es recurrente entre los autores sudamericanos como Laureano Márquez y su 'SOS Venezuela'. En segundo lugar, no puede achacarse el subdesarrollo argentino a la explotación injusta de los recursos. Chile, país vecino de Argentina, es líder en exportador mundial de litio, cobre y cobalto, y aún así supera a Argentina en estabilidad política, monetaria y económica. También en PIB per cápita.

La prestigiosa revista británica The Economist recordaba en el verano de 2017 que Colombia, país "con geografía difícil e históricamente conflictivo", había pasado desapercibido durante décadas, pero que en 2016, casi 2 millones de turistas visitaron el país, doblando el número de visitantes de 2005. Esto llevó al turismo a convertirse en nada menos que la segunda fuente de inversión extranjera en el país (4.200 millones de dólares en 2016), por detrás del petróleo pero ya adelantando al café, los plátanos y las flores.

¿Qué ofrece Argentina a este respecto? Poco. La inseguridad y la crisis económica de comienzos de siglo han alejado claramente al país de la lista de viajes exóticos para mochileros de todo el mundo. Casi todos los europeos se decantan por Chile, Ecuador y, últimamente, Perú. Pero casi nadie por Argentina. La nación de la plata ha quedado desprestigiada por el curso de los acontecimientos de las últimas dos décadas. Ciertamente, la situación argentina requiere de cirujía, y en el año 2015 los argentinos decidieron hacer presidente a un candidato que prometía ser el mejor cirujano del país y que ha demostrado ser no mucho más que un excelente comprador de tiritas. A excepción de una medida que, sin duda, ha colocado al país en el camino correcto. Pocos meses después de asumir el cargo de presidente de la República, Mauricio Macri eliminó el impuesto al valor añadido para las estancias en hoteles que se pagaran con tarjeta de crédito. Esta medida tuvo automáticamente dos consecuencias a celebrar: por un lado, echaba un pulso a uno de los grandes problemas del país: la economía sumergida. Por el otro, animaba a los turistas a obtener grandes descuentos con tan solo operar con tarjeta de crédito, algo totalmente normal en sus países de origen.

He hablado de esta medida con amigos kirchneristas. El más comedido de todos me decía que era una medida elitista, que no favorecía al pueblo sino al extranjero. De nuevo, la bestia negra argentina, esa idea de que sus males se deben a factores externos, y no a la cerrazón interna.

Nadie quiere comprender que el gran desafío de Argentina radica en su apertura al mundo para atraer todo aquello que ha hecho prósperas a otras tantas naciones. Incluidas aquellas que son tomadas como modelos, las naciones nórdicas. 

¿Han visto ustedes a algún ciudadano o turista de algún país escandinavo quejarse del hecho de que todos los pagos se hagan con tarjeta, y que apenas se llegue a tocar un billete de papel moneda?

La semana que viene es la primera ronda de las elecciones presidenciales en las que el tímido cirujano Mauricio Macri, ese liberal acomplejado (que ya ha copiado las formas de propaganda del kirchnerismo, consistentes en hacer llorar de emoción al público agitando los puños mientras grita), se enfrenta a la marioneta peronista, Alberto Fernández, quien, de ganar -quizá en segunda vuelta-, no dudará en devolver al país a la senda de la homeopatía para curar hemorragias. No son tiempos para despreciar la más mínima cirujía. Si ganan los amigos de Maduro, los argentinos se acordarán con nostalgia de los tiempos en los que aún había tiritas.

La reforma más atrevida de Mauricio Macri
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